PROSA POÉTICA
En la tercera clase, los estudiantes votaron por dos temas entre los 10 que fueron sugeridos. Los temas fueron “Universo” y “muerte”. Cada cual eligió uno y lo desarrolló en diez minutos.
- Universo de Patricia Ferreyra
Soy. Eres. Es. Somos. Buscamos la razón de ser en cada una de nuestras acciones, de nuestros movimientos, en cada centímetro de nuestra piel, en cada célula que respira sin ser vista. Somos parte de un todo, del fluir de lo que fue y será, de lo que fuimos cuando no existíamos, de lo que seremos cuando ya no estemos. Somos el otro. Soy tú y tú eres yo. Y cuando llegue el momento de trascender, me transformaré en ti y tú en mí, y volveremos a ser parte de esa unidad. Universo, existes y no existes fuera de mí. En tu inmensidad me pierdo, buscándome.
Literatura testimonial
Los siguientes ensayos fueron escritos por los miembros de Seattle Escribe siguiendo el lineamiento de la literatura testimonial,y son producto de entrevistas a sus compañeros.
La literatura testimonial tiene un carácter historiográfico, pero a la vez subjetivo. A través de ella se puede apreciar un fragmento individual y contextualizado de esa historia. El “yo” narrador cobra una importancia vital en su elaboración, porque cuenta vivencias personales, casi siempre de carácter traumático, acontecidas en una época difícil, y a menudo con resultados catarticos, tanto para el escritor como para los lectores.
La interpretación por parte del escritor, que en este caso “pidió prestado” el Yo del narrador, es libre, aunque siempre ateniéndose a un núcleo de hechos reales. En otras palabras, es un reflejo pormenorizado de un evento real, aunque con detalles ficticios.
- Nos quedan horas de camino, por Ivan Fernando Gonzalez
Era la época de lluvias en Chiapas y la estrecha carretera obligaba a manejar despacio y con cuidado. Siempre a la espera de algún derrumbe escondiéndose tras la siguiente curva. Yo manejaba con la ventana abierta, con el aire fresco golpeándome la cara, y dándome una excusa para tener los ojos húmedos, llenos de lágrimas nunca derramadas. Mi esposa y yo estábamos solos en un auto de alquiler, navegando la curvilínea carretera de San Cristobal a Palenque, escuchando música antigua para no tener que hablar de nuevo sobre las cosas dichas ya tantas veces. Era nuestro peregrinaje de cada año, a un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, que se conecta a una carretera rural sin nombre, a un poco más de ciento cuarenta kilómetros de San Cristóbal.
Nuestro hijo estaba enterrado en esa tierra anónima, en un pueblo con quinientas almas, porque así lo quiso él. Nunca nos lo hizo fácil. Él siempre se obstinaba en lo que él quería, desde pequeño no pensaba en nosotros, y aún muerto nos ponía a pasar trabajos. Cada año abandonábamos nuestro “castillito burgués” como él lo solía llamar, y tomábamos un par de aviones y manejábamos por horas para visitar una tumba sin lápida en una tierra extraña. Nuestra casa de clase media en los suburbios de la ciudad se sentía como otro mundo desde aquí en Chiapas. Allá el pasto está cortado y verde, está controlado. Aquí lo verde se lo tomaba todo, la naturaleza impone su ordenado desorden, y es la gente la que se adapta. Allá hay señales de tránsito y semáforos. Aquí hay letreros escritos a mano por los Zapatistas, y camiones del ejército llenos de telarañas. Allá las calles no tiene huecos, aquí hasta la carretera principal es una carrera de obstáculos, si se puede imaginar carreras donde hasta las tortugas viajan más rápido que los automóviles.
A pesar del humor amargo, la belleza del paisaje me distraía de los pensamientos más oscuros que se escondían encogidos en la guantera del auto. Manejar me escudaba de las voces recriminadoras de mi conciencia, acalladas por los ruidos de la carretera. Estaba pensando en los negocios en casa y no en muchas más cosas, cuando al pasar la curva tuve que parar el auto con una frenada.
Es la más antigua de las trampas, y no se necesita ser un genio para esta clase de emboscada. A pleno día, detrás de una curva ciega, en un cañón estrecho que da al precipicio, sin posibilidad de voltear o retroceder, tres figuras con pasamontañas, y una tabla llena de clavos cruzada en la calzada, lo decía todo. Era un momento que nunca pensé que me pasaría. Pero ahí estábamos, mi esposa y yo en el auto, esperando a saber nuestra suerte, viendo a una mujer encapuchada que se acercaba a nuestra ventana.
Eran Zapatistas. Verme atrapado soltó todos los demonios que llevaba dentro. Lo primero que pensé es que este maldito camino ya había matado a mi hijo. Ahora nos iba a matar a nosotros.
Tal vez nos iban a robar todo, tal vez iban a violar a mi esposa.
No, no creo que la violen, es una mujer la que viene al frente, y los otros dos son tan malnutridos y pequeños que hasta podrían ser niñas bajo esas ropas de campaña. Pero aún podían pasar cosas terribles, tal vez había hombres con armas escondidos esperando por una señal predeterminada.
El estómago se me hizo piedra.
– Guarda la cartera bajo la silla- le digo a mi esposa.
Ella me mira con cara de preocupación. Aunque no sé si es preocupación por lo que nos pueda pasar o por lo que piensa que yo pueda hacer.
– Por favor- ella me dice – no te pelees, dales lo que nos pidan. No quiero más muertes en esta vía.
Parada frente a la ventana del auto, la mujer con ojos intensos y voz carrasposa nos da un discurso que ya se sabe de memoria. Se nota que lo ha repetido una y mil veces, tan memorizado como un padre nuestro de cada día. Tan real como su vida misma, pero tan trillado como los discursos que nuestro hijo universitario nos daba todos los días.
La compañera nos pidió al final una colaboración, que es como una especie de peaje en las carreteras olvidadas, una transacción de algunos pesos para ayudar a la causa. Si puedo adivinar, creo que hasta sonrió bajo el pasamontañas cuando pedía ayuda monetaria.
Siento alivio al escuchar que no nos van a quitar todo. Pero del susto paso a la furia.
Me daban ganas de gritarle a la compañera que de colaboración, nada. Que fue esta carretera bloqueada la que no dejó que mi hijo llegara al hospital a tiempo. Que fueron sus causas y las injusticias lo que lo había traído aquí en primer lugar. Lo que lo trajo a esta tierra olvidada, tierra de mierda, donde una infección te llevaba a la tumba, en lugar de una semana de antibióticos y reposo en cama.
Mis ideas más oscuras me llaman desde la guantera. Pero no las escucho. Lo que pasa en el asiento del copiloto me pone de nuevo en el presente, callando las furias que carcomen mis entrañas.
Mi esposa estaba llorando.
-¿Qué te pasa?- le pregunto a mi esposa.
-Mira sus ojos- me responde ella.
Pegado a la ventanilla estaba otro de los Zapatistas, así de cerca podía ver que era sólo un niño. Pero sus ojos, sus ojos eran inconfundibles. Eran los ojos de nuestro hijo.
Le doy dinero a la compañera, sin decirle nada, y los Zapatistas se despiden con una señal para que pasemos después de remover la madera. Hasta nos dan las gracias por la colaboración.
Yo arranco el auto, sin querer mirar atrás. Paro a unos kilómetros más adelante donde la carretera es lo suficientemente ancha. Lágrimas, por fin lágrimas, sale un llanto que tenía años sin poder salir. No me acuerdo por cuanto tiempo lloré, pero fue mucho.
Abracé a mi esposa y ella me abrazó aún más fuerte.
Ella me dice- Arranca amor, que aún quedan horas de carretera.
Y así, sin más que decir, reiniciamos nuestro peregrinaje hacia un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, por una carretera olvidada.
2. Mérida, 1917 (Patricia Ferreyra)
Esa mañana mi hermosa ciudad se desperezaba ante los primeros rayos de luz que anunciaban la llegada del verano. Ya desde temprano se sentía el calor y se escuchaban a los animales, pero las calles estaban aún desiertas. Don Joaquín Lucero había salido de casa unos momentos antes. Había cerrado la pesada puerta azul detrás de sí diciendo que se encaminaba hacia el mercado, y se había despedido agregando que ya que los puestos estaban abriendo, no había mejor momento que ese para comprar algo dulce.
Apenas nos quedamos en la húmeda oscuridad del silencio, abracé a mi marido con todas mis fuerzas y me refugié en su hombro. Incapaz de detener un torrente de emociones que empezó a brotar de no sé dónde, me desahogué tratando de buscarle un sentido a la injusticia. No entendía por qué nuestras creencias y nuestra fe estaban prohibidas. El gobernador Alvarado había ordenado cerrar las iglesias, mandado confiscar reliquias e íconos religiosos, y separado a los sacerdotes de los puestos oficiales. Sin embargo, no habíamos hecho nada malo. ¿Por qué habríamos de vivir nuestra fe en las sombras? La luz que había iluminado nuestras vidas hasta ese momento seguía encendida en nosotros, pero éramos conscientes de que la realidad estaba cambiando.
Don Joaquín también creía que el riesgo de oficiar una ceremonia religiosa y bendecir nuestra unión, aún arriesgando su vida, valía la pena. Esa tarde, un sabor agridulce acompañó la fiesta de bodas. Nos esperaban tiempos difíciles.
3. El seminario (Baudelio Llamas)
Muchas veces nos equivocamos, y depositamos nuestra confianza en quien pensamos que nunca nos lastimaría.
En aquellas épocas se cometieron muchos abusos, pero la gente no sabía dónde se escondían todas las maldades cometidas. Hoy sí, un poco más. Sabemos los actos y los nombres de quienes abusaron de la inocencia y lastimaron a los niños.
Por eso, aquella confianza que mis padres depositaban en ciertas personas respetables, hoy yo no la tengo.
De niño, parecía muy lindo que me internaran en un seminario, y también de adolescente. Pero manos de pervertidos, que solo dañan la inocencia pura del alma, me han hecho perder la fe y aborrecer la imagen que tenía del clero. La confianza se deshizo, y la perdí para siempre.
Pero mi valor me salvó. Cuando vi la intención del perverso abusador, me defendí. Todavía recuerdo cómo el cura se retorcía en el suelo cuando recibió la tremenda patada que le metí en los testículos. Me alegra al menos poder decir que nunca más se atrevió a tocarme.
Cierto, no lo llegó a hacer, pero si quebró algo dentro de mí: la confianza. Sí, mi valor me salvó. Pero no a otros millares niños que si fueron abusados. Creen los hipócritas que los millones de indemnización los salvará de la prisión. Tal vez. Pero el pecado no se lava ni el alma se limpia con dinero. Sus víctimas nunca se olvidarán. La fe se quebró, se hizo pedazos, y el ser ingenuo que un día fueron nunca regresará a ser el mismo de ayer.